lunes, 29 de octubre de 2012

El hombre que le leía a Borges

El hombre que le leía a Borges

El hombre que le leía a Borges.

Alberto Manguel le leía textos de Kipling, Chesterton, entre otros. Un ausente: Joseph Conrad.

A los quince años, tuve la suerte extraordinaria de leerle en voz alta a Jorge Luis Borges. Fue a mediados de los años sesenta. Borges se había quedado ciego unos diez años antes, a través de una enfermedad heredada de su padre, y había decidido que, dado que ya no podía manejar una lapicera, dejaría de escribir prosa.
La poesía, argumentaba, podía componerla en su cabeza y después dictarla cuando el asunto estaba terminado. La prosa era otra cosa: sentía que no podía confiar a la mano de otra persona el titubeo y la exploración y la reorganización que un escritor de prosa requiere para construir un párrafo.
Pero, más o menos en la época en que lo conocí, había cambiado de idea y pensaba que intentaría una vez más escribir historias como las que lo habían hecho famoso. Sin embargo, antes de intentar la nueva aventura, decidió, como un buen artesano, que necesitaba volver a visitar las historias de otros autores que según sentía eran modelos del género, relatos de Kipling, Stevenson, Chesterton, Henry James, Leon Bloy, Papini… a quienes recordaba casi palabra por palabra, y que deseaba estudiar a fondo.
Durante dos años encantados, le leí a Borges casi cada noche las historias que elegía, historias que analizaba minuciosamente, línea por línea y párrafo por párrafo, como un relojero que desarma un reloj, para ver qué lo hace funcionar. Curiosamente, entre las historias que eligió para que yo le leyera, no había ninguna de Conrad.
La fuerza ciega
Conrad era uno de los escritores favoritos de Borges. Lo había descubierto poco después de los veinte años y (aunque su opinión sobre muchos de sus amores tempranos cambió) a través de su vida consideró ejemplar a Conrad. Para Borges, Conrad era mejor artesano que Henry James, más universal que Faulkner, tenía más humor que Wells, era más profundo en la comprensión psicológica que Flaubert.
Cuando consideraba el relato El duelo Borges se preguntaba si Conrad no habría considerado la posibilidad de escribir las historias de Kafka avant la lettre, y después lo descartó como demasiado explícito. Consideraba Lord Jim como la obra maestra de Conrad, tal vez porque veía en la novela los temas que fascinaban al propio Borges: “el honor; la oposición estúpida, como de una fuerza ciega de la naturaleza, que los protagonistas encuentran en otros hombres”.
Para los escritores es común, en especial para los grandes escritores, ocultar a sus amores, un poco como amantes celosos. Shakespeare y Cervantes nunca se encontraron (hasta donde podemos saber), tal vez porque cada uno de los dos intuía que la fuerza creativa del otro desconocido podía chocar con la propia. Joyce y Proust se ignoraron con aplicación.
Nabokov y Borges fingieron el primero encontrar vacuo a su rival, el segundo no haberlo leído nunca. Tal vez Borges sentía, cuando estaba intentando una vez más escribir cuentos, que la larga sombra de Conrad sería demasiado abrumadora como para considerarla. Respecto a la influencia de los primeros cuentos de Kipling, confesó: “A veces he pensado que lo que fue concebido y llevado a cabo por un joven de genio podía ser imitado, sin presunción, por un hombre en el umbral de la vejez, que conoce su oficio”. Tal vez Borges pensaba que, a diferencia del de Kipling, el genio de Conrad era inimitable.
Y sin embargo, Borges hizo uso de Conrad de distintas maneras. Para empezar, Conrad suministró a Borges un mapa del continente del propio Borges. Para Borges, la realidad concreta nunca era bien servida por una fidelidad documentada. Se burlaba de los escritores de ficción que necesitaban una visita a Timbuctú para escribir una novela sobre Timbuctú, y al describir su propia ciudad, Buenos Aires, dijo que lo había logrado mejor disfrazándola bajo nombres franceses inventados como Rue de Toulon y la villa de Triste-le-Roy en el cuento “La muerte y la brújula”. Y entre los relatos nuevos que empezó a escribir a mediados de los años sesenta, había uno, “Guayaquil”, cuyo entorno sudamericano estaba tomado deliberadamente de Nostromo de Conrad. El relato empieza así:
“No veré la cumbre del Higuerota duplicarse en las aguas del golfo Plácido, no iré al Estado Occidental, no descifraré en esa biblioteca, que desde Buenos Aires imagino de tantos modos y que tiene sin duda su forma exacta y sus crecientes sombras, la letra de Bolívar.
Releo el párrafo anterior para redactar el siguiente y me sorprende su manera que a un tiempo es melancólica y pomposa. Acaso no se puede hablar de aquella república del Caribe sin reflejar, siquiera de lejos, el estilo monumental de su historiador más famoso, el capitán José Korzeniovski, pero en mi caso hay otra razón”.
El motivo del narrador se hará tenuemente visible cuando la historia llega a su fin: explicar un duelo secreto, tema tan cercano al corazón de Conrad como al de Borges. Pero en el proceso, el lector familiarizado con los dos escritores empieza a reconocer un territorio común, un territorio físico e histórico que representa de algún modo enraizado en lo profundo la república salvaje, exuberante, desgarrada por el conflicto que, según el propio Conrad en carta a Edmund Gosse, estaba inspirada “sobre todo por Venezuela; pero hay trozos de México en ella, y el aspecto que presentan las montañas pertenece en carácter más a la costa marítima chilena que a cualquier otra. (…) El resto de la meteorología pertenece al Golfo de Panamá y, en general, a la costa occidental de México hasta llegar a Mazatlán. La parte histórica es también un logro a la manera de un mosaico, aunque, en lo personal, me parece mucho más auténtica que cualquier libro de historia que haya leído alguna vez”. Borges, que desconfiaba de las historias y las geografías oficiales, en especial las de su propio continente, estaba de acuerdo.
Cartografía e imaginación
La verdad, como lo descubrieron ambos hombres, es que todas nuestras geografías son imaginarias. Vagamos a través de la tierra estableciendo límites y nombrando el paisaje, pero en lo íntimo sabemos que todos nuestros mapas son dibujados con tinta evanescente y que, después de un tiempo, las páginas a través de las cuales vagamos volverán a ser blancas. La cartografía de la imaginación y la cartografía de la tierra coinciden solo raramente e incluso entonces, por apenas un momento.
Eso no significa decir que nuestros paisajes imaginarios carecen de solidez. El Dorado y Shangri-la están enraizados con firmeza en nuestra conciencia desde el principio del mundo, y hemos habitado Utopía mucho antes de que Tomás Moro le diera a la isla su nombre. Desde aquella tarde lejana en que nuestros ancestros comunes estuvieron de acuerdo en vivir juntos, imaginamos que nuestras chozas apiñadas rodeadas por una pared de barro podía ser un lugar donde la vida sería fácil, la juventud eterna, las relaciones armoniosas. Y cuando los hechos del día nos desilusionaron, pensamos que, aun cuando Utopía no era el hogar, podíamos sin embargo distinguir ese lugar, justo más allá del horizonte.
La experiencia del mundo y la experiencia de la palabra compiten por nuestra inteligencia. Queremos saber dónde estamos porque queremos saber quiénes somos, porque creemos mágicamente que el contexto y el contenido se explican uno al otro. Somos animales autoconscientes -tal vez los únicos animales autoconscientes del planeta- y somos capaces de experimentar el mundo a través de la palabra, de tener la experiencia del mundo poniendo nuestra imaginación de esa experiencia en palabras, como demuestra la literatura.
En un proceso continuo de toma y daca, el mundo nos suministra los retazos que convertimos en historias, y que a su vez le prestan al mundo la apariencia de sentido y coherencia. Cualquier lugar servirá para inspirar El Dorado, cualquier lugar podría vomitar reliquias del País de Nunca Jamás, cualquier lugar podría llegar a transformarse a través de la imaginación del narrador en un espejo del mundo, por más oscuro que sea, por más curioso que sea su ángulo. El mundo ofrece las claves que nos permitirán percibirlo, y ordenamos esas claves en secuencias narrativas que nos parecen más verdaderas que la verdad, secuencias que inventamos a medida que avanzamos, de modo que lo que llamamos realidad es lo que contamos sobre la realidad.
La locura de Almayer, el primero de los esfuerzos literarios maduros de Conrad creció, nos cuenta Conrad, durante un proceso prolongado e irregular que lo impulsó hacia adelante en sus viajes a África y Oriente, y a su convalecencia en Ginebra, y también hacia atrás, a su infancia, “cuando a los nueve años o algo así”, escribió, “mientras miraba un mapa de África de la época y al poner el dedo en el espacio en blanco que entonces representaba el misterio irresuelto de ese continente, me dije a mí mismo con absoluta seguridad y una audacia asombrosa que ya no están ahora en mi carácter: `Cuando sea grande iré allí`”.
“Allí” era el espacio en blanco, la página vacía a la que su imaginación lo conduciría, y donde las palabras con las que describió para sí mismo el misterio y la expectativa del lugar aún por conocer, definirían la experiencia de lo que vio en el Congo en 1890, “zambullido en la noche más profunda”, le escribió a Marguerite Poradowska en mayo de 1981, “y mis sueños son solo pesadillas”.
La experiencia, los sueños, las pesadillas se convirtieron, para Conrad, en esa “sustancia” que para Flaubert era “la fantasía de tus pensamientos”. La palabra sustancia es exacta. La sustancia era lo que Conrad buscaba en toda su ficción, una precisión material, una claridad sostenible. A bordo de uno de los barcos en los cuales escribió de manera intermitente La locura de Almayer, Conrad encontró a su primer lector, Jacques, un joven de Cambridge, de ojos oscuros, que fue “un pasajero para su salud”. Después de que Jacques hubo aceptado y leyó el manuscrito inconcluso, la pregunta que le hizo Conrad fue: “¿Queda la historia lo bastante clarapara usted tal como está?”. La respuesta afirmativa de Jacques fue la confirmación que Conrad necesitaba. Aun cuando la experiencia material es borrosa, incoherente, con finales abiertos, el relato de esa experiencia, en opinión de Conrad, debe tener algún tipo de cierre, coherencia, claridad.
Esa era la cualidad que le hacía declarar a Borges que Conrad era “un escritor más responsable que Stevenson”, a quien Borges admiraba tanto. “Stevenson”, según Borges, “parece siempre a merced de cualquier capricho de la fantasía”. En cambio, “en Conrad todo es muy visible”.
Inversiones de sí mismos
Todo escritor inventa un personaje salido de su propio ser, una creación mayormente ficticia que representa no necesariamente a quien el escritor es sino a quien el escritor desea ser, otro personaje en la trama ficticia, más o menos informado, más o menos esencial. Dante el peregrino impenitente, Cervantes el soldado instruido, Proust el espectador aristocrático, Stevenson el aventurero elegante, son todas invenciones de sí mismos. Los lectores esperan esos engaños, y cuando no están disponibles prontamente inventan sus engaños propios, como cuando el público de la Odisea y la Ilíada inventó un Homero ciego para satisfacer su necesidad de un contador de historias visionario.
Conrad comprendió esto sagazmente. Sus héroes comparten esa característica: llevan máscaras involuntarias. Almayer, Marlow, Kurtz, Lord Jim, Nostromo, Lena, Schomberg, Flora de Barral, Winnie, Verloc, Leggatt, son todos como los ven otros, y también algo otro, bajo la piel. En su interacción con otros, estos hombres y mujeres encuentran espejos de ese copartícipe secreto que es una parte central de ellos mismos. “El terrorista y el policía vienen ambos de la misma cesta”, escribió en El agente secreto. Para Borges, pasaba algo muy semejante. En un famoso ensayo corto, “Borges y yo”, trató de describir esa condición de Doppelganger: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas”, explicó. Y concluyó: “Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro”.
¿Es posible que el Borges sedentario, meditativo, viera al marinero, aventurero Conrad como su otro? El hecho es que, a pesar de creer, o de forzarse a creer, que la literatura era suficiente, que la palabra era más verdadera que el mundo, Borges envidiara en Conrad el conocimiento de que había sido un hombre de acción, que había estado, como dice el Salmista, “en el mar en barcos” y visto las “maravillas de Dios en lo profundo”, y había vivido aventuras extrañas en tierras extrañas. Sabía que compartía con Conrad ciertas cualidades intelectuales, salvo que las propias parecían más afectadas, más artificiales. Su propio destino como escritor, sentía Borges, lo había sacado del mundo físico y lo había confinado a la penumbra doble de su ceguera y su biblioteca. “Nadie rebaje a lágrima o reproche”, escribió en 1959, “esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/ me dio a la vez los libros y la noche”. El lector siente que, por conmovedores que sean los versos, el poeta quizás se está quejando demasiado.
Conrad había vivido físicamente el sueño épico que más tarde usaría para contar sus relatos; Borges sentía que todo lo que él mismo podía hacer era fingir que compartía el sueño a través de las palabras que su oficio le permitía, salvo que él, a diferencia de Conrad, no había estado en los lugares que su imaginación le había hecho visitar o hacer las cosas que su imaginación hacía por él, y por lo tanto estaba obligado a trabajar como un ladrón en la biblioteca, pellizcando una descripción aquí y un momento de acción allá, viviendo (como hacen los lectores) una vida que no era suya.
Como la de su héroe en “Guayaquil”, la Sudamérica de Borges es la de Nostromo; los distintos duelos metafísicos en diversas historias (“La muerte y la brújula”, “Los teólogos”, “El otro duelo”) le deben mucho a El duelo de Conrad; sus varios relatos sobre el doble (“Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, “Historia del guerrero y de la cautiva”, “El otro”) reproducen el arquetipo de Conrad El copartícipe secreto; y por último, una tenue sombra de El corazón de las tinieblas se cierne sobre el cuento de Borges “El sur”, donde un intelectual de ciudad, como el propio Borges, un hombre llamado Dahlmann, no Kurtz, es mortalmente desafiado por el páramo patagónico.
En 1943, unos veinte años después de su primera lectura de Conrad, Borges escribió un poema breve en el que intentó explicar, para sí mismo, tal vez, el sentido de la revelación imperecedera que sentía al leer las novelas y cuentos de Conrad, la universalidad modesta que toda gran creación literaria ofrece a sus lectores. El poema se llama “Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad”:
En las trémulas tierras que exhalan
/el verano,
el día es invisible de puro blanco.
/El día
es una estría cruel en una celosía,
un fulgor en las costas y una fiebre en
/el llano.
Pero la antigua noche es honda como
/un jarro
de agua cóncava. El agua se abre a
/infinitas huellas,
y en ociosas canoas, de cara a las
/estrellas,
el hombre mide el vago tiempo con el
/el cigarro.
El humo desdibuja gris las constela-
/ciones
remotas. Lo inmediato pierde prehis-
/toria y nombre.
El mundo es unas cuantas tiernas
/imprecisiones.
El río, el primer río. El hombre, el
/primer hombre.
(Traducción de Elvio E. Gandolfo)
ALBERTO MANGUEL – EL PAÍS DE URUGUAY

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