sábado, 27 de octubre de 2012


Por Marta Sanz.
El amante, Marguerite Duras.
Recuerdo que estaba en la cama. Debía de tener fiebre. Una gripe. Un catarro. Estaba sumida en un estado de aletargamiento propio del gusano de seda. Yo qué sé. Creo recordar que no se me quitaba el frío y que me costaba estirar las articulaciones.
Aun así, disfrutaba de la placentera experiencia de las enfermedades leves. La laxitud.
Aún vivía en casa de mis padres. Tenía a mi madre muy pendiente de mí. Yo estaría en el último año de instituto o en el primer año de carrera. No lo sé. Tengo mala memoria para las fechas exactas. También tengo una memoria débil para los argumentos de los libros. Me quedo con otras cosas que ahora no me apetece explicar.
En todo caso, sí sé que aún no había publicado ningún libro ni había vivido “mi experiencia sentimental traumática”. Todos vivimos una. O dos. Hay quien las encadena y ríe. Yo solo he pasado por una. Ha sido como la secuela de un sarampión. Un soplo cardíaco. Reuma. Inyecciones dolorosas de decenas de miles de unidades de benzentacil.
Recuerdo que estaba en la cama y que tenía a mi madre muy pendiente de mí. “Bebe agua”. “La pastillita”. “Cómetelo todo”. “¿Quieres que te traiga algo para leer?” Cuando se disfruta del sopor de la febrícula, todo sobra. “Déjame dormir”. Mis brazos –un papel de celofán mantenía unidos sus huesos- no podrían sostener el peso de un libro, la carga de gramos de las páginas. “Déjame dormir”.
Ni siquiera me molestaba mucho el ruido de la televisión al otro lado de la puerta.
No se me quitaba el frío y aún no había vivido “mi experiencia sentimental traumática”. Un día el letargo se me hizo aburrimiento, y mi madre me trajo un libro que no me costase sujetar y no me obligase a sacar demasiado los brazos de debajo del edredón.  
Sentí muchas cosas con El amante de Marguerite Duras. Sobre todo, las aprendí. Sentí cosas que ya sabe todo el mundo –el hielo quema- y otras menos fáciles: las palabras pueden cortar. Un vidrio de botella que penetra profundamente en la planta del pie. Entendí por qué me gustaba regodearme en mi fiebre. Arrancarme las costras. Sacar espinillas.
“Bebe agua”, “Cómetelo todo”, “Apaga la luz. Ya es tarde”. Leí todo el día y parte de la noche. Tardé mucho en leer un libro muy corto porque, después de cada frase, volvía a mirar, por enésima vez, la foto de la portada: Marguerite a la edad en que fornicaba a todas horas con su amante chino. Las ojeras, la boquita pintada. Los signos que deja el sexo en un cuerpecillo minúsculo. Abierto al cansancio. También al gozo.
El día en que el letargo se me hizo aburrimiento, aprendí que el amor era algo que tenía que ver con la imposibilidad y la fusión de sustancias antagónicas: rico y pobre, enfermo y vigoroso, niña y viejo, los de distintas razas y condiciones sociales. Deseé que el amor fuese así. Lo busqué. Me encerré dentro de una alcoba. Sudé mucho sin que me bajara la fiebre. Se me marcaron las ojeras. Me hice daño a mí misma.
Leí El amante. Propicié mi dolor. Lo anticipé. Pero también encontré su cura: una manera de contarlo.
* Marta Sanz es novelista. Su última obra publicada es Un buen detective no se casa jamás  (Anagrama, 2012)

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